El ego es
el peor enemigo del ser humano. Jesús nos dejo entre muchas otras enseñanzas, un mandamiento nuevo: “Amarás al
prójimo como a ti mismo”, y nos enseñó una multitud de maneras de amar. Sin
embargo, creo que los traductores debieron cometer un error, porque para
entender el sentido del amor, hay que aplicar “Amarás al prójimo más que a ti mismo” y no solamente
igual.
Me imagino
que muchas personas como yo solo entendemos el amor cuando tenemos hijos,
sencillamente porque es la primera vez que pensamos en otras personas (en los
hijos) antes que en nosotros mismos. Amar a los hijos es sin duda poner sus
prioridades y sus necesidades antes que las nuestras. Lastimosamente sólo hasta
entonces, muchos llegamos a entender que obrar así no es un sacrificio, sino
que es precisamente el amor que Jesús predicaba.
El ego es
parte importante en este proceso, porque si no se detecta su influencia, bloquea
la capacidad de amar. El ego no es más que el remanente de un instinto básico
de supervivencia, el de protegerme a mi antes que a los demás, o incluso por
encima de los demás, para lograr la continuación de la especie.
El ego nos
hace pensar que lo que nosotros vivimos, sentimos, queremos o pensamos es más
importante que lo de los demás, y esto nos inhabilita para comunicarnos con el
mundo de una manera plena, es decir, no nos deja amar. El ego se convierte en
nuestro filtro del mundo, tamizando cada cosa para encontrar lo que me sirve, y
dejándome ciego a la pulpa que queda en el colador, que es el otro vertiéndose en mi vida,
entregándome su vida con una acción, una palabra, o un pensamiento.
Pensar en mí,
antes que en los demás, me hace incapaz de amar. Los grandes maestros
espirituales siempre hablan del servicio a los demás como herramienta
fundamental del crecimiento, simplemente porque al ayudar al otro, aunque
parezca que tú eres quien está dando la ayuda, realmente estás recibiéndola (al
liberarte del ego y a aprender a amar). La capacidad de amar se convierte en
una cualidad, como dirían los religiosos, la capacidad de “ser misericordioso”,
o dicho en términos coloquiales, de ponerse “en los zapatos del otro” y sentir
lo que el otro siente. Esta capacidad aumenta el carisma que proyectamos a los
demás, la nobleza y la humildad. Y como toda capacidad, se puede aprender,
desarrollar, o atrofiar, dependiendo de nuestras acciones.
No estoy
hablando solo del amor filial, o del “ágape” sino también del “Eros”. Basta con recordar
cualquier episodio de enamoramiento, para darse cuenta de que cuando empezamos
a amar queremos suplir todas las necesidades de la persona amada, cumplir todos
sus deseos, materializar todas sus
fantasías, verla sonreír al recibir un regalo nuestro, una atención o una
palabra de amor. Simplemente, nos olvidábamos de nuestro ego, de nuestro “yo”,
para enfocarnos en el “tu”, y esto nos hacía sentir fabulosamente bien. El
hecho de empezar a amar era una decisión tomada unilateralmente, “yo decido
amarte a ti, en un solo sentido, y sin importar lo que tú hagas o puedas hacer
por mi ahora o el futuro”. Luego en
algún punto llegó el des-enamoramiento, la rutina, o Dios sabe qué cosa, y el
Ego tomo forma donde el Amor antes habitaba. Y seguramente pensamos que el amor
era algo que se nos había ido, algo externo a nosotros que ya no habíamos
podido retener. Pero recientemente aprendí que amar es muy fácil, basta con tomar
la decisión de poner al otro como prioridad entes de mi. Amar es activamente
hacer que la otra persona tenga la prioridad en todo. Remover el foco en mí y dirigirlo completamente hacia el otro. Anteponer las necesidades del otro antes que las
propias. Sus gustos, sus fantasías y sus opciones antes de las propias. Y el
amor, retorna como una paloma a su casa.
Podemos
amar tanto! Fuimos diseñados para amar. Para entregarnos a los demás, en
acciones y pensamiento. Y todos al final
salimos beneficiados.
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